En Babilonia, Israel era conocido por su forma de alabar a Dios, pero las circunstancias que les rodeaban, les llevaron a renunciar a sus canciones. Pero siempre hay alguien, que en medio de las adversidades, no se rinde, alguien que no cuelga su arpa, y aquí fueron tres: Ananías, Misael y Azarías.
Siempre hay momentos en la vida cuando las esperanzas de nuestra fe no se realizan en la forma que esperábamos. Muchas veces las esperanzas en la fe pueden ser cruelmente contrarrestadas y no alcanzan a ser realidades en la hora y manera que pensábamos.
Piensa en todos los cristianos presos, secuestrados, asesinados. Todos los que en este momento están llorando, a todos los que les falta alimento, abrigo, un amigo…
Piensa en ti, en ellos, en esos días en que ya no te quedan fuerzas ni esperanzas para mover un dedo más.
Piensa en todos los que están agotados, como los israelitas sentados a la vera de los ríos de Babilonia, que no les gustaba para nada lo que estaban viviendo y colgaban sus arpas de los árboles en señal de abatimiento, resignación y protesta.
Junto a los ríos de Babilonia,
Allí nos sentábamos, y aun llorábamos,
Acordándonos de Sion.
Sobre los sauces en medio de ella
Colgamos nuestras arpas.
Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos,
Y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo:
Cantadnos algunos de los cánticos de Sion.
¿Cómo cantaremos cántico de Jehová
En tierra de extraños? Salmo 137:1-4
En ese gesto de entrega ellos están revelando su humanidad, que dice BASTA frente a las humillaciones, el excesivo trabajo, la burla o la impotencia. Tal como nos pasa a nosotros cada día.
Más, al colgar sus arpas de los sauces y de los álamos, ellos no sólo están manifestando su cansancio, que es comprensible. También están expresando un tremendo vacío interior, una falta de esperanza y de ilusiones hacia el mañana. La vida ya no valía nada para ellos en aquella “tierra extraña”. Para ellos no había posibilidad de alegría porque su alegría era estar en la presencia de Dios y ellos creían que Dios solo moraba en el Templo de Jerusalén.
Ese Templo que había sido destruido por sus captores. Y, al colgar sus arpas, abandonan en los árboles, uno de sus bienes más preciados: su posibilidad de cantar sobre su fe, su oportunidad de mostrar su esperanza en Dios, la posibilidad de soñar y transformar esos sueños en una canción.
“¿Cómo cantar a Dios en medio de esta tierra extraña?”, se preguntan ellos.
Ellos, como nosotros, se desdoblaban entre la fe y la desesperanza.